viernes, 22 de diciembre de 2017

Un solo cambio




           Todo empezó igual que siempre: Abel había tenido un día de mierda en el instituto y sentía que no podía más. Harto de insultos, de palizas, de soledad y de vivir con miedo, se dirigió a su habitación, cuchillo en mano, dispuesto a quitarse la vida. Las lágrimas recorrían su rostro y la impotencia volvía a apoderarse de su cuerpo. Se remangó como pudo, cerró el puño de la mano izquierda y apuntó con el filo mientras su pulso no dejaba de temblar. Una vez más, aquella hoja volvía a encontrarse con la piel de su muñeca. 
            
           Volvía a estar allí, en aquel rincón de su habitación, en aquella misma postura, con aquel sentimiento de impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel cuchillo en la mano. Solo había una diferencia entre esa vez y todas las anteriores: el cuchillo que sostenía estaba manchado de sangre. Era la primera vez que no se amedrentaba y conseguía penetrar su piel, pero aquel iba a ser el único cambio. En cuanto sintió el dolor, sucedió lo que esperaba, lo que en el fondo quería: se acobardó. 

           Aunque el corte no tenía un recorrido muy largo, el impulso que le llevó a clavar el cuchillo hizo que la herida fuera más profunda que un corte normal y, por lo tanto, que sangrara más que uno. Sin embargo, Abel sabía que aquella incisión no iba a poner en riesgo su vida y seguía lamentándose del mismo modo en que se lamentó todas las veces que se había visto en aquella situación.

           Se odiaba a si mismo por desear su propia muerte, pero también se odiaba por tener miedo de acabar con todo. Se odiaba porque pensaba que después de aquel paripé nada habría cambiado y que, probablemente, dentro de poco, volvería a estar en aquel rincón de su habitación, en aquella misma postura, con aquel sentimiento de impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel cuchillo en la mano. 

           Para cuando sus padres volvieron del trabajo Abel lo había dejado todo como si no hubiera pasado nada. Al regresar siempre le preguntaban cómo le había ido ese día en el instituto, pues, aunque en ese momento hacía todo lo posible para ocultar sus sentimientos, al principio no fue así. Con frecuencia, Abel recordaba los tiempos anteriores a aquel infierno. Recordaba que tuvo amigos, que se reía y que disfrutaba de las cosas buenas que le daba la vida y que solía hablar con sus padres con ilusión de lo que había hecho en clase, pero ya no hacía ninguna de aquellas cosas. Ahora su vida se limitaba a seguir viviendo por inercia, con la cabeza agachada, y escondiéndole al mundo cómo se sentía. Escondiéndoles a sus padres que acababa de intentar suicidarse por millonésima vez.

           Al día siguiente, en clase, nada había cambiado. Sus compañeros de clase volvieron a por Abel, a destruir un poco más sus ganas de vivir. Se acercaron a él provocándole con insultos, moviéndose de forma violenta e imponente hacia él, pero Abel sabía qué iba a hacer: nada, como siempre. Creía que su vida ya no consistía en nada más que ser objeto de burlas y golpes. 

           Durante el recreo, el corte que se hizo el día anterior empezó a picarle mucho, así que decidió irse a un rincón en el que nadie pudiera verle para echarle un vistazo. Allí se remangó, se sentó, se quitó la tirita y comprobó que su herida estaba infectada y tenía pus. 

           —Vaya, eso tiene muy mala pinta —dijo una voz que provenía de detrás de Abel, quien se giró sorprendido, se tapó la herida y se puso de pie.

           El chico que había descubierto su secreto tenía pintas de matón, parecía tener dos o tres años más que él, y a su lado los chicos que le hacían la vida imposible tenían el aspecto de un coro de serafines. Consciente de que Abel le tenía miedo, el recién llegado empezó a avanzar hacia él. A cada paso que daba, el chico más joven retrocedía otro, haciendo que la distancia entre ellos no cambiara. Cuando finalmente llegó al sitio en el que Abel había estado sentado, paró, sonrió, se sentó y se remangó para mostrar su antebrazo. 

           En la muñeca de aquel chico había una cicatriz que era, por lo menos, tres veces más larga que la que se había infligido Abel. Además, se podían ver claramente los puntos de sutura, señal inequívoca de intervención médica. Ante aquella imagen, Abel no pudo hacer otra cosa que caer al suelo de rodillas y romper a llorar. 

           —Esto sí que no me lo esperaba —dijo el chico con más edad—. Oye, ¿qué te parece si nos dejamos un poco de dramas y charlamos tranquilamente? ¿Eh? Me llamo Gabriel, pero llámame Gabi, colega. 

           A pesar de que se acababan de conocer, no pararon de hablar como si fueran amigos de toda la vida. Hablaron de todo, sin tapujos. Abel estaba tan inmerso en la conversación que incluso se olvidó del picor de la herida. 

           —Verás, este no es un corte cualquiera. Esta, igual que la tuya, no es solo una herida en la piel, es una herida en el alma. Aunque yo nunca he tenido problemas con mis compañeros de clase, mi vida no ha sido un campo de rosas. Digamos que mi padre no era un ángel. Aquel demonio disfrutaba dos cosas en la vida: emborracharse y darnos palizas a mi madre y a mí. En una de aquellas tundas se pasó de la raya y ella acabó en el hospital —a Abel le sorprendió como a pesar de tener los ojos llorosos, Gabriel no le apartaba la mirada en ningún momento—. Los médicos no pudieron hacer nada por salvarla…Yo me desesperé tanto al perder a mi único apoyo que tiré una maceta al suelo y me abrí las venas allí mismo. Si los médicos no hubieran sido tan rápidos y eficientes hoy no estaría aquí contándote esto.

           A la primera. Solo le hizo falta un intento para hacerlo. Y aun así estaba allí animándole. Abel no se podía sacar esa idea de la cabeza. Él lo había pasado mal. Sentía que su vida carecía de sentido y, a pesar de ello, había tenido que intentarlo un millón de veces para hacerse aquella herida que ahora le parecía un rasguño. No se podía ni imaginar lo mal que debía haberlo pasado Gabi para llegar a aquel extremo.

           Siguieron hablando hasta que sonó el ruido diabólico que señalaba el fin del recreo, pero Abel sentía que tenía mucho que contarle todavía a su nuevo amigo. Aunque le había contado por encima los problemas que tenía con sus compañeros, tenía la sensación de que necesitaba profundizar mucho más, así que quedaron para verse en la entrada del instituto cuando terminaran las clases.
Durante las siguientes horas Abel se dio cuenta de que se sentía más ligero. Sus pensamientos ya no le torturaban tanto como antes y le costaba muchísimo menos ignorar las provocaciones de los abusones, pero lo más importante de todo era que tenía ganas de salir de clase para ver a Gabriel.  Por primera vez en mucho tiempo tenía ganas de estar en compañía de otra persona. El hecho de tener alguien con quien hablar sin tapujos hizo que estuviera seguro de que ese día no iba a volver a estar en aquel rincón de su habitación, en aquella postura, con aquel sentimiento de impotencia, con la cabeza a punto de estallar y con aquel cuchillo en la mano.

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