jueves, 1 de febrero de 2018

Modorra



          Todo estaba oscuro, mi vista no alcanzaba a ver el final de la habitación. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Tampoco recordaba qué era lo último que había hecho. Simplemente en algún momento dejé de hacer lo que estaba haciendo y aparecí allí: en una silla incómoda y atado de pies y manos.

          Empecé sacudirme para intentar liberarme, pero aquella silla parecía hecha de cemento y no se movía ni medio milímetro por más que lo intentaba. Con tanto zarandeo la cuerda que me inmovilizaba empezó a hacer mella en mi piel y me di cuenta de que estaba sin camiseta. ¿Qué iban a hacerme? ¿Por qué me habían llevado a aquel lugar? ¿Por qué me habían cogido a mí, siendo yo un don nadie? Todas esas preguntas empezaron a corroerme y finalmente el pánico tomo el control de mi cuerpo.

          Grité. Grité como nunca había gritado. Grité con tantas fuerzas que me dolía. Grité, juro que grité, pero ninguno de esos gritos llegaba a mis oídos. No tenía sentido, pero así era: por más que lo intentaba, ningún sonido salía de mi boca. El terror seguía dominando mis actos y empecé a rezarle a Dios a pleno pulmón. Si yo no podía oír mis gritos de desesperación quizás él sí podía. 

          Sonó un chasquido y de la nada apareció una luz. Una pequeña llama que no sujetaba nadie. La sorpresa hizo que mis gritos mudos cesaran y centrara mi atención en el fuego. Con aquella nueva fuente de iluminación observé a mi alrededor, pero seguía sin ver nada, ni siquiera el color del suelo, pero sí me permitió ver que, donde mis ojos debían vislumbrar mi ombligo, había un cubo de metal. Se me hacía extraño que no me hubiera percatado de que tenía un cubo pegado a la barriga hasta que lo vi, pero ese pensamiento se vio interrumpido por algo todavía más extraño: la llama empezó a moverse sola.

          El fuego se movía por el aire sin que lo sujetara nadie, sin que nada sirviera de combustible, sin una dirección clara. Parecía que iba a seguir dando vueltas indefinidamente cuando encontró descanso en un lugar muy concreto: el culo del cubo que estaba pegado a mi tripa. Yo no daba crédito de nada de lo que estaba sucediendo, llegado ese punto de inverosimilitud no me esforzaba ni en pensar. Solo observaba lo que ocurría ante mis ojos.

          No pasó mucho rato hasta que el cubo empezó a enrojecerse, como si le diera vergüenza que el fuego estuviera tan cerca. Sabía que si pasaba mucho rato el cubo se calentaría entero y me quemaría la barriga, pero seguía impasible mirando cómo se tornaba cada vez más y más candente. Por desgracia no hizo falta que el calor se extendiera en todo el recipiente para que yo empezara a sufrir. Dentro del cubo empezaron a oírse los pasos de las diminutas patas de un animal y pequeños quejidos de dolor. 

          No podía ser. Eso lo había visto antes por la tele. En cuanto el animal descubriera que no tenía salida iba a empezar a cavar por la pared más blanda de su pequeña prisión: mi carne. Solo con pensarlo y sin darle tiempo al animal para intentar buscar la salida, empecé a desesperarme de nuevo. Una vez más, mis gritos eran mudos y mi cuello ardía, pero esta vez no miraba a la nada buscando respuesta, miraba fijamente al cubo y le gritaba a la llama. Le gritaba al fuego para que se fuera, pero nada sirvió. 

          El animal, probablemente tan desesperado como yo, aprovechó que él sí podía usar sus extremidades y empezó su lucha contrarreloj para huir de su candente prisión. Primero empezó tímidamente, con pequeños pellizcos, que para mí eran un pequeño aviso del dolor que iba a seguirles, pero rápidamente cogió carrerilla y empezó el infierno. 

          Con sus pequeñas patas atravesaba mi piel capa tras capa sin ningún esfuerzo, como si fuera un cuchillo cortando queso. Notaba como arrancaba tiras de carne a cada bocado, podía sentir como mi piel dejaba de ser mía para convertirse en fiambre. 

          A pesar de que yo me estaba dejando el cuello intentando gritar, todo lo que se oía en aquel lugar eran los chillidos de terror del animal que estaba descuajándome las entrañas para salvar su vida. 

          Los minutos pasaban, pero el único dolor que aumentaba era el de mi gaznate. Ni yo me sentía más débil ni aquella pequeña bestia parecía avanzar en su camino a la libertad. Era como si repitiera una y otra vez el mismo mordisco, el mismo arañazo, y de eso sí que me di cuenta.

          Dejé de esforzarme inútilmente en hacer sonar mi voz e intenté tranquilizarme. Ni el dolor era tan insoportable, ni aquella bestia me era desconocida.

          Me desperté en el sofá, y lo primero que vi cuando abrí los ojos fue a mi hijo con un paquete de cereales en la mano y una sonrisa de cabrón que no le cabía en su diminuta cara.  Y justo bajo mi papada estaba Trusqui, mi perro, mordisqueándome para arrasar con la comida que mi retoño me había tirado por encima. Ni puta gracia, enano.

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